RESUMEN: Una noche, en el año 1713, soñé que había hecho un pacto con el diablo a cambio de mi alma.
TÍTULO: “Devil’s Trill”
AUTOR: Orion
Banner: Creación de Orion
Audiencia: NC-17
Categoría: Slash
Personajes: Bill Kaulitz, Tom Kaulitz
Advertencias: Contenido Adulto, Parafilias, Sangriento
Extensión: One-Shot
Género: Criaturas, Época, Paranormal, Suspenso, Terror
Ocasión: No
Pareja Principal: Bill/Tom
Pareja Secundaria: No
Series: No
Estado Actual: Terminado
Total Capítulos: 1
Notas de la historia: ¡Hola a todos! Es la primera vez que publico en esta página, y he decidido comenzar con esta historia, un one-shot que ya he publicado anteriormente en otro lugar.
Espero que lo disfrutéis, me veo obligada a explicar un poco la historia, dado que casi nadie sabrá sobre ella. (Me supongo).
El Trino del Diablo (Devil’s Trill), es una sonata a violín compuesta por Giuseppe Tartini. Es una obra altamente compleja a niveles técnicos, y no muchas personas pueden interpretarla en la actualidad. Lo curioso de la historia de esta composición, es que Tartini expuso haberla creado tras haber soñado con el diablo. Supuestamente, en su sueño el diablo tocaba el violín para probar sus habilidades, y es de ahí de donde nace esta pieza. Hay varias leyendas en torno a la misma y al verdadero origen del Trino del Diablo.
“Aquí” os dejo la sonata:
Es una obra preciosa, y más para quien disfrute de este tipo de música :), recomiendo escucharla al completo.
Un enorme abrazo para todos.
«Devil’s Trill»
One-Shot de Orion
Padova, 1713.
Ladeó la cabeza de manera sosegada, con los ojos ligeramente entrecerrados. Sus irises oscuros quedaron anclados a la nada, mientras sus labios se oprimían hasta formar una fina línea irregular. Su largo y delicado cuello de cisne era refugio del arco inferior de su Vieuxtemps, un brillante y selecto violín de madera de Palosanto.
El instrumento refulgía enigmáticamente bajo las potentes luces del concurrido auditorio, combinando llamativamente con su joven concertista. El nombrado en cuestión era un muchacho de tan solo veintiún años, descendiente de una renombrada familia y con un apellido respetable: Wilhelm Tartini.
Wilhelm poseía una belleza sublime y un cuerpo delicado; tales bazas lo convertían en un impecable complemento para el vistoso violín. El joven sostenía el instrumento por su mango, firmemente. Muchos ignoraban esa mano fija, de dedos revoltosos e implacables que presionaban las cuerdas adecuadas a una velocidad intransigente.
Todos observaban la mano contraria, dueña del largo e imponente arco. El violinista movía tal pieza de manera severa y minuciosa, en trazos a veces breves, otras veces más prolongados; pero siempre atinando las notas idóneas. La caja de resonancia vibraba imperceptiblemente al paso de la sonora melodía, acordes que envolvían el recinto de manera omnímoda, encantando a todos sus espectadores.
A pesar de ser un joven prodigio, Wilhelm era menospreciado por las altas esferas sociales. De por sí era complicado destacar en el álgido ateneo italiano, pero debido a sus características físicas y su corta edad, el joven Tartini se veía sugerentemente vilipendiado bajo lenguas viperinas e indolentes.
Cuando la impecable música cesó, un sutil y desaborido aplauso general cubrió el ambiente. El bello violinista se inclinó ligeramente, dando algunos pasos perezosos en dirección a la salida. Estaba terriblemente acostumbrado a eso, su indiferente expresión así lo demostraba.
‐ ¡Oh Bill, querido! ‐ exclamó una estridente voz a su derecha. El violinista giró la cara con impasibilidad en esa dirección, encontrándose de sopetón con un insidioso y petimetre rubio de grandes ojos verdes: Hayden, un estúpido chiquillo que ansiaba conseguir el primer puesto como violinista renombrado. Era falso a más no poder, y un reconocido envidioso de las innatas aptitudes de Bill.
‐ ¡Ha sido una tonada maravillosa! ‐ continuó el insensato muchacho, dedicándole una adulterada sonrisa, demasiado tensa para asemejarse a una real. El violinista pelinegro sonrió también, pero con honestidad, dedicándole al rubio un gesto de pura malicia.
‐Muchas gracias Hayden‐ siseó el nombre de la misma forma pérfida, pestañeando con lentitud‐ tú actúas en dos turnos ¿verdad? – el joven ya no fingía su rígida sonrisa, demostrando ahora una ligera tensión física, con la frente arrugada. Bill disfrutaba hablando con el chico, porque sabía que Hayden no solo lo envidiaba, también le temía.
Al fin y al cabo, Bill era una persona lóbrega y solitaria, poco dada al entorno social, y de carácter frío e inflexible. Jamás había aceptado una sola propuesta de matrimonio y prácticamente no se relacionaba con nadie. Su única reverberación pública era su extraordinaria habilidad con el violín.
‐Así es‐ repuso el rubio, ahora notablemente incómodo. Bill amplió su malsana sonrisa, con los oscuros ojos entrecerrados.
‐Mucha suerte‐ aclaró, pasando por un lado de Hayden con calma, sin desear perder un solo segundo más de su vida con ese mísero chiquillo. Él no tenía nada que desperdiciar con toda esa gente, esa panda de necios papanatas; todos ancorados a refinamiento, carisma y lujos.
Cuando salió del recinto, un mortecino sol de diciembre lo recibió con desidia. Su piel adquirió una tonalidad nacarada ante la tenue luz, y el joven cerró bien su oscura capa de vicuña, estremeciéndose ante las bajas temperaturas. Sus pasos rápidos y ligeros por las calles empedradas iban directos a su ansiada morada, único refugio entre el mundo y su mente.
El clima era perfecto: gris, helado y luctuoso. Bill amaba ese tiempo, el brillo grisáceo del río ante el cielo anubarrado y la sensación lúgubre y oscura de los días. Ignoró algunas miradas curiosas, sabiéndose conocido. El mundo no le importaba, solo deseaba destacar, ser el mejor en su campo y transmitir a cada confín su valiosa música.
Se adentró en su hogar tan solo rato después, quitándose la capa sedosa con lentitud. La antigua mansión de los Tartini permanecía vacía y solitaria tras la muerte del afamado matrimonio. El único descendiente, Bill, permanecía hospedado en la misma sin más compañía. Había despedido a todo el servicio y ahora era el dueño y señor de esa noble edificación, y de muchas otras propiedades.
Era dichoso de esa manera, sin nadie que pudiera molestarlo o juzgarlo.
La noche cayó pronta en la antigua ciudad y las sombras tétricas que poblaban la mansión se ampliaron, volviéndose aún más siniestras. Los vetustos muebles y los materiales oscuros y caros solo acrecentaban el sombrío ambiente. Bill se sentía como pez en el agua, bañado en el silencio y las tinieblas.
Una elaborada y brocada chimenea de mármol era la única iluminación de la sala en que se hallaba el pelinegro, sus cabellos ónice brillaban débilmente ante el crepitante fuego, mientras sus ojos permanecían clavados en el avejentado volumen frente a él; un pequeño libro que de su antigüedad prácticamente se caía a trozos. Sus amarillentas páginas mostraban trazos cursivos e ilustraciones estremecedoras.
Era denominado como Delomelanicon, un libro apócrifo. Según las malas lenguas, había sido escrito por el propio Lucifer. El tomo había permanecido en la biblioteca familiar por décadas, Bill solía leerlo desde pequeño, irremediablemente atraído por el poder y la ambición del demonio.
Un control burlón e imperante sobre la raza humana, un ser superior. Alguien que pudiera castigar los pecados mundanos y situar a cada alimaña en su lugar.
Tan atrayente.
Un sonoro golpe se escuchó en el piso superior de la mansión.
Bill elevó la mirada hacia el techo, acostumbrado a ruidos y chasquidos escabrosos entre las rancias vigas o los suelos de cascado ébano. Decidió ponerse en pie, guiado por algún instinto primario.
Se alejó del gigantesco salón, subiendo las amplias escaleras en completa oscuridad. Sus pasos silenciosos recorrieron el pasillo principal, mientras sus pupilas se acostumbraban lentamente a la ausencia de luz.
Sombras, formas, contornos tenebrosos; cada habitación de la casa parecía un terrorífico lienzo. Pero Bill ni se inmutaba, demasiado adaptado a ese ambiente como para temer a algo. El pelinegro decidió dirigirse a su dormitorio, olvidando su lectura y convencido de que al leve fuego de la chimenea le quedaba poco menos de media hora.
Cerró la puerta de su habitación, encendiendo con parsimonia una vela del escritorio. La suave luz iluminó apenas la estancia, y Bill suspiró para sí, comenzando a desabrocharse el corsé de terciopelo negro. Sus pulmones se hincharon, agradecidos ante la falta de presión. El pelinegro dejó la ceñida prenda a un lado y procedió a terminar de desvestirse.
Minutos después, su nívea y cremosa piel quedó despejada, ocre ante la sutil llama de la vela. Bill clavó la mirada en el espejo frente a él, admirándose. Estaba orgulloso de su cuerpo, ese que tantos castigos y daños había sufrido. Su cintura era pequeña y sus hombros estrechos, además, poseía unas curvas ligeramente redondeadas que le habían acarreado la fama de femenino.
Pero le era irrelevante; a la legua se veía que era un hombre. Clavó sus oscuros irises en el reflejo, girándose ligeramente y apartando la melena negra de su espalda. Su redondeado y tentador trasero quedó a la vista, junto a un espectáculo de cicatrices y antiguas heridas que deformaban su piel.
Su espalda estaba absolutamente plagada de horrorosas y repetitivas líneas, fruto de los castigos y torturas de su padre. Estiró una de sus manos de lado, rozando una marca que llegaba a su costado izquierdo‐ debes practicar más, Wilhelm‐ susurró a la silenciosa habitación, en un bucólico matiz.
Unos pasos se escucharon justo a su espalda, y Bill se giró abruptamente, con la mirada clavada en la penumbra.
No había nadie.
Sus astutos ojos recorrieron cada centímetro de la habitación, buscando a alguien; o a algo. Se mordió distraídamente el labio inferior, permaneciendo por varios segundos inmóvil, con su incitador cuerpo desnudo. El sonido ahora vino desde su derecha. El pelinegro se ladeó inmediatamente, comenzando a sentir un ligero temor.
Eran unos crujidos muy pertinaces.
Volvió a girarse hacia el espejo, negando. No iba a caer en el alma depresiva y estremecedora de la casa. Peinó con los dedos su larga cabellera, de lado, y de pronto se puso rígido. Una respiración estuosa y húmeda chocaba contra su nuca. Bill separó los dedos muy despacio de su pelo, sin atreverse a levantar la mirada hacia el espejo.
La respiración era fuerte y continua, similar a la de algún gran animal. El corazón del pelinegro comenzó a palpitar con fuerza, golpeando contra sus costillas y acelerando su pulso con el paso de los segundos. Su mirada comenzó a ascender hacia el cristal frente a él, con miedo.
De pronto la vela se apagó.
Bill abrió los ojos como platos, clavándolos inmediatamente en su reflejo; de forma inútil. Sin luz no se podía vislumbrar detalle alguno. Sus pupilas comenzaron a adaptarse progresivamente a la penumbra y su respiración se detuvo. Algo estaba situado tras él: alto, grueso y amplio. Le duplicaba el tamaño, como mínimo.
El terror emergió en su interior al ver unos gruesos y altos cuernos, curvados hacia el interior.
Un carnero, un lamia, el diablo, satanás.
Los ojos de Bill se pusieron en blanco, y perdió el sentido.
El ser sostuvo el frágil cuerpo del pelinegro antes de que pudiera tocar el suelo, encajando la bella cintura en tan solo una de sus garras. El grueso pelaje de sus muslos se rozó contra la piel joven y tierna, y la criatura salivó; de pura lujuria. Rozó con la extremidad libre el vientre fino y terso, clavando unos orificios oculares sin globos en la cara ausente del violinista.
Bill.
Cuando el pelinegro despertó rato después, lo hizo con torpeza, entreabriendo los ojos y ordenando su mente de manera confusa. Apenas tardó unos segundos en recordar su situación y levantó la mirada con temor, encontrándose con unos irises negros, como la noche. Bill dejó de respirar, mirando con verdadero espanto la presencia a su lado.
Un hombre, o un acercamiento a uno, estaba sentado en su lecho junto a él. Su rostro era extraordinariamente atractivo, de facciones viriles y rasgos hermosos. Poseía una nariz recta, unos labios llenos y deseables y una tupida barba que los rodeaba y cubría la barbilla y mandíbula. Su pelo oscuro estaba recogido en una distinguida cola baja, siendo coronado por unos cuernos similares a los que había visto antes de perder el sentido; mucho más pequeños.
El torso del hombre estaba desnudo: amplio, fornido y voluminoso. Con unos gruesos brazos surcados por notables venas que se extendían hasta sus musculosas manos. Los ojos de Bill se ampliaron un poco más al ver que de su cadera hacia abajo la piel pasaba a ser un pelaje oscuro, como el de un lobo o una cabra.
‐ ¿Has finalizado tu observación? – repuso con una voz grave y ronca, estremeciendo al violinista y haciendo que mirara hacia los ojos de la criatura. Bill no contestó, percatándose prontamente de que aún permanecía desnudo, apenas tapado por una inmaculada sábana hasta la cintura.
Se sentía húmedo, su piel estaba mojada, pegajosa y brillante. Bajó la mirada hacia sus manos, notándolas igualmente acuosas. Era como si se hubiera introducido en un lago de agua turbia y espesa. Su rostro, sus muslos e incluso sus genitales estaban húmedos. No vio la lenta sonrisa de la criatura.
‐Estás mojado porque te probé‐ el pelinegro lo miró sin comprender, observando como de pronto el hombre abría la boca, dejando salir una lengua larga y húmeda, similar a una serpiente rosácea y resbaladiza. El músculo se acercó hasta él y Bill retrocedió, entre asustado y pudibundo. Su cara se calentó al comprender las palabras del ser, cerrando los muslos con fuerza. El hombre recogió su lengua, sonriendo aún más‐ tu sabor es delicioso, especialmente el de tu interior‐ dejó saber roncamente, con perfidia.
‐ ¿Quién sois? – susurró a duras penas, demasiado conmocionado como para huir o entrar en pánico. De todas maneras, el hombre frente a él era más seductor que temible. La pregunta idónea habría sido un qué sois. La criatura amplió su sonrisa de rufián, con los orbes estrechados.
‐Sabes bien la respuesta a esa pregunta‐ el hombre se inclinó hacia él y Bill se solapó prácticamente al amplio cabezal de su lecho, con la respiración enganchada. Un aroma ácido y sugestivo lo envolvió, provocándole un tenue vahído. El violinista entrecerró los ojos con los párpados ligeramente caídos, mientras el extraño rozaba prácticamente sus narices. La barba tupida y espesa cosquilleó contra su fina barbilla y los cuernos afilados rozaron el cabecero de cedro, provocando un sobrecogedor crujido.
La profunda y agria emanación de la criatura cada vez lo mareaba más, adentrándolo en un vago ensueño. Sentía la nariz de la misma acariciando sus mejillas y sus labios, inspirando profundamente; oliéndolo. El rostro atractivo y sobrehumano se enterró en su delicado cuello, y Bill cerró los ojos, agitándose profusamente.
‐ ¿Vais a matarme? ‐ musitó únicamente, mientras el tórrido hálito chocaba contra su sensible dermis, humedeciéndola en el proceso. La criatura rozó su oído derecho, recorriéndolo con los labios.
‐Sí‐ confirmó gravemente. El violinista suspiró con cierto pesar, sin abrir sus ojos nuevamente. El aroma y la presencia de ese ente lo mantenían en un ininteligible trance‐ no perdono a ningún humano‐ reveló el ser, separándose unos escasos centímetros para mirar al pelinegro de cerca, con sus arcanos orbes entrecerrados‐ por muy hermoso que sea.
Bill volvió a revelar sus irises apagados, cruzándolos con los del otro. La mirada de esa criatura era tenebrosa y sibilina. Más allá de esas falsas pupilas humanas, se hallaban siglos de sapiencia, pujanza y pericia; el violinista podía ver que no tenía opción frente a un ente sobrenatural.
‐Me temo que ningún mortal puede escapar de mi yugo‐ siseó el extraño, alzando una de sus gruesas manos y acunando el delicado rostro del pelinegro, como si de un infante se tratara‐ nadie puede llamar mi atención‐ los dedos ásperos y fuertes acariciaron su pómulo y luego delinearon sus labios sonrosados.
La mente adormecida del violinista se desveló, y la intrincada maquinaria que era su valioso cerebro volvió a circular, reflexionando las palabras de la criatura. ¿Y si pudiera impresionar al mismo diablo? Aún no era tiempo de morir.
El pelinegro separó los labios, atrapando el grueso dedo que los circundaba, succionándolo. El ente detuvo su acción súbitamente, clavando sus irises de obsidiana en Bill. Era usual que los humanos cayeran bajo su encanto con apacible sencillez. La criatura sonrió nuevamente, acercándose más al menor. El aroma que lo rodeaba se volvió más intenso, y el pelinegro tuvo que luchar para no volver a perderse en él.
El dedo del interior de su boca quiso internarse más, recorriendo su lengua, pero Bill giró la cara, sacándolo de su pequeña cavidad. Su ojos ahora fríos y lógicos se anclaron al extraño con fijeza, exentos ya de temor o sometimiento. Si iba a morir, primero jugaría todas sus cartas.
Gateó por el amplio tálamo con soberana parsimonia, permitiendo que el ser viera cada milímetro de su cuerpo. Su respiración estaba desestructurada en cortas bocanadas de adrenalina, ausente temor y renovada energía. Se puso completamente en pie y le dio la espalda al otro, con sabida necedad‐ os reto.
La moderada temperatura de la habitación descendió varios grados, las escasas velas que la criatura había encendido para el intercambio titilaron, amenazando con desaparecer. Bill creyó escuchar un entusiasmado rugido a su espalda y luego el abrasador y velludo cuerpo chocó contra su desnuda retaguardia, mientras las manos torcidas en invisibles garras lo atraparon por la cintura.
‐Un simple y patético humano ¿retándome a mí? ‐ ronroneó el ente contra el oído izquierdo del menor, sacando su larga lengua. El músculo imposiblemente prolongado volvió a probar su piel, retorciéndose en torno al pequeño lóbulo y descendiendo por su fino cuello peligrosamente.
Bill luchó por no temblar, por mantenerse impávido ante la subyugante presencia de la criatura.
‐Eres hermoso‐ concedió la misma con un gruñido, sin dejar de enroscar la lengua en torno a su piel. El violinista se percató tras varios segundos de que la voz antinatural estaba en su mente, pues el hombre mantenía la boca pegada a su huesudo hombro, con la lengua deslizándose por el pecho‐ y tu alma es deliciosa. Pero yo soy el diablo‐ le recordó mentalmente, soltando una burlona y escalofriante risa‐ sé todo sobre ti.
‐Si tan seguro estáis ¿os negaréis a un humilde desafío? ‐ susurró, estremeciéndose cuando el húmedo músculo rozó su ombligo, queriendo continuar en descenso como una voraz culebra. El demonio rugió en su cabeza, mientras las escabrosas manos apretaban sus caderas aún más, dañándolo.
‐Sólo eres un ignaro humano‐ bisbiseó, con sus ojos completamente negros‐ violaré tu cuerpo hasta que me plazca y luego devoraré tu pequeña y placentera alma‐ la lengua ahora vagaba por su fino vientre, perdiéndose entre sus escasos vellos. Bill tembló, apartando de manera sobrehumana el miedo de su interior para convertirlo en férrea fortaleza. Su mano sujetó el húmedo apéndice que lo recorría, deteniéndolo bruscamente antes de que llegara a su miembro.
‐Habéis venido sin ser invitado, y pretendéis acabar con mi vida sin ningún tipo de retribución‐ murmuró, sintiendo la rigidez muscular contra su espalda‐ ¿por qué venir a mí? Aún tengo toda la vida por delante‐ el pelinegro sintió como la lengua que había agarrado se enroscaba entre sus dedos, lamiéndolos‐ ¿acaso hay algún motivo más, demonio?
El ronquido contra su oído lo turbó‐ llámame Tom‐ la voz de la criatura era ahora bromista, contrariamente a lo que Bill imaginaba‐ uno de mis nombres terrenales favoritos‐ la lengua se retiró suavemente y la presencia tras él volvió a hablar por la boca, abandonando su mente‐ sí que he sido invitado.
‐No‐ negó el violinista. Tom rio de manera escalofriante, sujetando la delicada melena ónice y apartándola. Los ojos oscuros y lógicos recorrieron las funestas cicatrices de la espalda del menor‐ llevas toda tu vida llamándome, casi desde tu primer aliento.
Bill se tensó, mientras los dedos amplios ahora recorrían sus cerradas heridas, delineándolas con consabida deferencia‐ gritabas por mí cuando tu odioso padre te fustigaba‐ los dedos se detuvieron en una de las marcas, apretándose contra ella‐ cuando te encerraban por días sin comer, cuando tu patética madre te humillaba en público y te recordaba sobre lo absurda que era tu existencia.
Los ojos del violinista brillaron ante las palabras del diablo, volviéndose dos esferas contenedoras de puro y visceral odio. La criatura lo giró con apasionamiento, enfrentando sus rostros y sonriendo maquiavélicamente‐ por eso los mataste ¿verdad?
El pelinegro ni se inmutó, con los dedos del demonio aún clavados en una de sus antiguas heridas. Su rostro era una máscara perfecta de fraudulenta calma, vibrante como una inundación apenas retenida‐ ellos lo merecían‐ siseó Bill.
‐Oh, por supuesto que sí‐ concordó sensualmente la criatura, estudiando con avidez los rasgos del menor; sus dedos se encajaron más‐ disfruté inmensamente de tu dadivoso espectáculo‐ mostró sus dientes afilados‐ hermoso.
Bill no articuló palabra alguna, con sus ojos aún abnegados por el más incondicional rencor. ‐Pero no lo disfruté tanto como tus lágrimas de dolor‐ Tom se relamió los labios obscenamente, terminando por reabrir una de las antiguas heridas del menor con sus afiladas uñas‐ tan precioso. La verdadera belleza se admira en un rostro desolado, atormentado y devastado‐ un rápido hilo de oscura sangre descendió por la espalda del pelinegro, perdiéndose entre sus nalgas.
El violinista ni siquiera se inmutó por el agudo dolor, con sus ojos siempre clavados en los del demonio.
‐ ¿Vais a matarme por mis pecados? – murmuró el menor, recibiendo a cambio una placentera sonrisa de la criatura.
‐En mis planes no entra matarte, aún‐ especificó con lascivia, sujetando la barbilla del menor entre dos gruesos dedos. Su mano contraria persistía en la espalda del pelinegro, hundida en su herida‐solo bromeaba‐ canturreó, amenazando con besarlo. Su gruesa barba acariciaba la mandíbula fina‐ un alma tan perfecta como la tuya solo puede progresar aún más‐ rozó los labios del menor con su ansiosa lengua, volviendo a hablar en su cabeza‐ tan oscura, inteligente y aburrida de la banalidad‐ el músculo húmedo pidió paso, queriendo saborear su pequeña boca‐ deseo ver hasta dónde puedes llegar.
El demonio gruñó ligeramente al verse impedido por los firmes labios del menor, apretados. Se separó unos centímetros, clavando su mirada en la obstinada y fría del pelinegro‐ aun así, abusaré de tu carne‐ ablandó su gruñona mueca infantil, volviendo a esbozar una enfermiza sonrisa‐ devoraré tu cuerpo lentamente, lo llenaré de mi simiente mientras veo tu rostro surcado de lágrimas.
Bill ni se inmutó, siseando cuando el dolor en su espalda se acrecentó‐ ¿y qué me darás a cambio? – sabía las reglas. El demonio le ofrecería cualquier cosa que deseara, a cambio de entregarse a él. La dicotomía se hallaba en el hecho de aceptar o declinar tal ofrecimiento.
Tom merodeó su boca un poco más, como un famélico lobo deseoso de alimento‐ lo que desees‐ la criatura acabó separándose un poco, volviendo a girarlo con brusquedad‐ gloria, poder, conocimiento‐ sus irises irreflexivos recorrieron la suculenta línea de sangre desde la espalda del pelinegro hasta sus deliciosas nalgas‐ sé lo que deseas.
Se arrodilló limpiamente en el desvencijado piso, sacando su inhumana lengua y lamiendo con deleite el rastro escarlata. Su pecho de inflamó, tumefacto, y sus ojos volvieron a ser negros por completo, sin ningún rastro humano; la sangre de Bill era un valioso manjar.
‐Lo quiero todo‐ susurró el violinista, cerrando los ojos cuando la boca del demonio comenzó a succionar de su herida como un desesperado lactante.
‐Te lo daré todo y a cambio tendré tu cuerpo y tu alma‐ gruñó en lo más recóndito de su mente, aullando internamente de placer ante el exquisito gusto del líquido carmesí. Su boca comenzó a descender hasta sus nalgas, codiciosa.
‐Si tocáis una melodía de mi violín a la perfección, os daré lo que ansiáis‐ respondió Bill ahogadamente. El demonio se detuvo, rígido ante la proposición y no por la fina mano que trataba de impedir su deseoso descenso.
Tom se puso en pie de sopetón, con una vehemente expresión‐ subestimas mi poder, pequeño suspicaz‐ paladeó, mientras el pelinegro se giraba, con una diminuta y floreciente sonrisa.
‐Deseo escucharos, señor de las tinieblas‐ dio un par de sugerentes pasos hacia su revuelto lecho, tomando asiento; observador. Cubrió su llamativa desnudez con una de las delicadas sábanas y lo escrutó, expectante. El demonio lo observó igualmente por varios segundos, materializando al instante el bello Vieuxtemps de Bill. El violín resplandecía tenuemente a la luz de las velas, el diapasón de ébano emitiendo ligeros destellos.
Tom sujetó el instrumento como un experimentado sabedor, situándolo bajo su fuerte mandíbula con los ojos clavados en el pelinegro. Un par de tensos segundos fluyeron, y de improvisto una mágica y encantadora melodía saturó el dormitorio. Los acordes parecían emanar de algún pasaje oculto del alcance humano, hechizando y sometiendo a todo aquel que los escuchara.
Los ojos de Bill se abrieron ligeramente por la incredulidad, mientras la tonada brotaba burlonamente del valioso instrumento, penetrando en su mente con dureza y sacudiendo cada uno de sus pensamientos y recuerdos. La armonía de las notas rompía cada mísero argumento, cualquier idea o emoción; simplemente embrujaba el alma.
Casi quince minutos pasaron con el cautivador trino bordeando cada filamento de la oscura habitación, el violinista había quedado embelesado con el talento y la belleza de esa compleja y enigmática melodía. Tom no había apartado la mirada de él ni un segundo, recordándole su presencia, poder y superioridad.
Cuando la música cesó, Bill separó los labios, extraviado en algún arpegio de la abrumadora cadencia armónica. Su rostro era el más vivo reflejo de la fascinación. El demonio sonrió, regocijándose en su triunfo‐ ¿trato?
‐Trato‐ respondió de manera ausente el pelinegro, perdiendo el sentido segundos después.
La agradable sensación de las suaves sábanas lo abrazó al recuperar la conciencia. Sus ojos se abrieron con irremediable espanto, mientras se incorporaba con ímpetu. La grisácea luz matinal adornaba la habitación con una decente iluminación, comunicándole que ya el día había arribado.
Buscó al diablo con la mirada, estudiando múltiples veces cada diminuta e irrisoria esquina de la habitación, pero estaba solo. Tras saberse exento de compañía, se precipitó sobre su oscuro secreter, extrayendo de uno de los cajones una amarillenta hoja pautada. Sostuvo luego su pluma parda con los dedos temblorosos, mojándola en tinta y comenzando a reproducir con avidez las notas que en su mente habían quedado grabadas como lava ardiente. Las escalas se perpetuaban variando arriba y abajo, conformando una excéntrica y compleja melodía; pero no era la que él deseaba.
Tras un buen rato de plasmar las vívidas notas de sus recuerdos, apretó los dientes con frustración. La mísera reproducción que había hecho de la tonada de Tom no llegaba a asemejarse realmente a la matriz. Deseó por un instante destruir su violín, arrancar cada fragmento con rabia y desilusión.
‐ ¡Tom! – se atrevió a llamar al demonio, con un tono demandante. Sus ojos se mantuvieron en el espacio tras él, esperando ver aparecer a la criatura, pero ésta no hizo acto de presencia. Bill gruñó con amargura, recordando la increíble y bella melodía de sus sueños. Porque sí, todo había sido irreal. Una ilógica quimera en la cual había hecho un pacto con el diablo, y éste había tocado la más extraordinaria pieza musical de la historia, con su violín. Bill se incorporó, notando una leve punzada en la espalda. Se acercó al espejo con una agria expresión, girándose ligeramente para ver el motivo de su dolor.
La melodía quedó ligeramente olvidada, anidando en algún rincón de su mente. Sus bellos ojos se abrieron en demasía, mientras contemplaba el tajo latiente en una de las cicatrices de su espalda. Allí la doliente marca de garras destacaba, como una gota de sangre en un yermo campo de inmaculada nieve.
Semanas después el auditorio central volvía a estar saturado. Potentes y bulliciosos grupos de gente habían acudido con recóndita curiosidad y morbo a observar el inusual espectáculo; el descendiente único de los Tartini ofrecería un breve concierto de una sola pieza.
La voz se había extendido de hogar en hogar, provocando con ello que el fisgoneo general de una sociedad podrida acudiera al recinto, para escudriñar el posible fracaso del excéntrico y criticado Wilhelm Tartini. No había ni una sola plaza libre. El joven pelinegro hizo acto de presencia a la hora punta, vistiendo de color escarlata.
Un color sangre oscuro, casi negro. Su piel florecía como la porcelana entre las prendas oscuras y sus labios enrojecidos favorecían a sus jóvenes y tiernos rasgos, suavizando la frialdad y sólida inteligencia de su mirada. La larga cabellera yacía recluida en una elaborada trenza, desvencijándose por su escarpada espalda.
El joven Tartini elevó su Vieuxtemps con parsimonia, sin mirar hacia ninguna parte. El auditorio quedó en completo silencio, interrumpido únicamente por las ansiosas respiraciones de la audiencia.
Y Bill comenzó a tocar.
Corcheas, semitonos, fusas y garrapateas. Notas infernales entremezclándose en una cadencia lenta e inconmensurablemente nostálgica. La melodía emanó como un elixir auditivo, robando automáticamente el aliento de todos los espectadores.
La armonía era lenta, triste y amarga, pero de trasfondo romántico. A veces parecía descender drásticamente hacia lo nostálgico y otras veces cobraba entusiasmo demoledor. La pieza fluyó de una manera tan considerablemente compleja, que los pocos que no quedaron embrujados cuestionaron la obvia dificultad de la obra.
Una composición altamente exigente y de tintes enrevesados.
Bill, que había dejado la mirada ciega en lugar ninguno, se vio invitado a parpadear por primera vez. Sin intención halló unos ojos impúdicos y maliciosos entre el público. Sus largas pestañas descendieron ligeramente, cubriendo su mirada enajenada y ufana.
Tom le devolvió una expresión completamente indiferente, pero sus pupilas estaban dilatadas. El demonio bullía de anticipación y emoción, disfrutando la reproducción de su infernal trino; deseoso del pago que Bill le daría. El violinista sonrió diminutamente, moviendo sus dedos y manos por una fuerza sobrehumana, lejana de cualquier proclive músico.
Sabía que Tom cobraría su pacto, aunque aún quedara mucho por cumplir.
El pelinegro amplió su sonrisa, con una sombra astuta en sus bellos irises reflexivos. El que se convertiría posteriormente en uno de los violinistas más destacados de la historia, sabía que lograría negociar las condiciones.
Tom era del diablo, pero era débil y voraz ante la propia existencia de Bill.
Demasiado ansioso, indudablemente ambicioso.
El violinista jugaría con las debilidades del demonio y situaría la jugada a su favor.
La hechizante melodía finalizó y el auditorio prorrumpió en cegados y conmocionados aplausos de admiración. Bill bajó su valioso violín lentamente, sin cortar su cruce de miradas con Tom. El trino del diablo había finalizado.
Pero su éxito y gloria solo acababan de comenzar.
F I N
*Padova: Padua, ciudad perteneciente a la región del Véneto, en Italia; su capital es Venecia.
Notas de la administración: El dominio que albergaba esta historia se perdió, junto a todos los comentarios. Mis disculpas por ello. El lado positivo es que al menos la historia fue rescatada.
DISCLAIMER: Los nombres/imágenes de las celebridades son sólo prestados, no representan a las celebridades en la vida real. No se intenta ofenderlos, ni a sus familias, ni a sus amigos. Los personajes originales y las tramas son propiedades del autor. Es un trabajo de ficción. No se infringe copyright. No se acepta el plagio.
Wow, que bonita historia…